Llevo días reflexionando sobre el poder revolucionario de la amabilidad.
Levanto el dedo tras teclear el punto de la frase anterior y siento que he dejado en acta algo muy blando. Algo vacío, frívolo, flojo y sin sentido: “el poder revolucionario de la amabilidad”. Algo que solo una persona sumida en el más puro privilegio podría decir.
Pero persisto. Quiero defender esta idea. Porque la quiero como algo viable y consistente: si no hay hueco para la amabilidad en mi mente no habrá descanso posible para mí. Y sobre todo quiero reivindicarla como una praxis legítima, sólida y viable en el espacio público. Porque si expulsamos la amabilidad de nuestro horizonte el mundo se convertirá en el más hostil de los lugares.
Entiendo por amabilidad una expresión de ahimsa, la no violencia. Entiendo por amabilidad el gesto que surge tras la convicción de que todos los seres quieren ser felices y buscan desesperados y con torpeza los medios para alcanzar ese fin. A veces buscan la felicidad en medios que contradicen profundamente mis ideales e incluso mi forma de vivir. A veces creen que el camino a la felicidad es la violencia: mental, verbal o física. A veces incluso consideran que, dañándome a mí o a mi colectivo –cualquiera que sea–, encontrarán la paz. A veces son conscientes de ello. Muchas otras veces no.
Pero sería arrogante asumir que mi vida no ha sido, es o será en algún momento causa de sufrimiento y daño para otros seres. Sería de una ingenuidad insultante pensar que mi vida y la de los míos es la única herida abierta. Por la condición interdependiente que todos los seres compartimos, todos podemos ser dañados. Pero más importante aún: todos, absolutamente todos, podemos dañar. Es constitutivo al hecho de estar vivos que dañemos. Eso es: nadie puede vivir de una forma en la que no someta o dañe a otro ser. Y pensar que solo nuestra causa liberará de toda forma de opresión es un espejismo. Como dice Marina Garcés: “que toda liberación desemboca en nuevas formas de dominación aún más terribles y que todo saber moviliza nuevas relaciones de poder es una obviedad”.
Eso significa que yo misma he ejercido, ejerzo y ejerceré violencia de muchas formas. Me gustaría pensar que la inmensa mayoría de las veces no ha sido adrede. Pero a veces lo que yo he entendido como natural, justo y necesario ha resultado en violencia para otros. Sin embargo, como les pasa a muchas personas, suelo pensarme libre de este potencial violento. Por eso normalmente han sido otros quienes me han acompañado a reconocer el rastro de sufrimiento que genero a mi paso. Empezando por mi familia, pasando por mis amigos, mi pareja, mis maestros, las pensadoras feministas y antirracistas, las activistas de los animales, o quienes reflexionan sobre la gordofobia o la transfobia —por decir algunos sesgos que permean mi mirada. En la inmensa mayoría de las ocasiones he necesitado que alguien que no fuera yo misma me abriera los ojos: pocas cosas nos duelen y ofenden más que reconocernos como verdugos y no sólo como víctimas.
Y tengo que decir que en todas estas ocasiones siempre he agradecido que me acompañaran con comprensión y paciencia, sin ver en mí un caso perdido o a un ser deleznable, sino a una criatura que, torpe y a ciegas, trata de encontrar su camino. Es decir: siempre he agradecido la amabilidad como interlocutora.
Esto me lleva a preguntarme lo siguiente: si yo siempre he agradecido un gesto amable al otro lado, ¿por qué iba a pensar que quien me ofende o me irrita no lo apreciará también? ¿Por qué iba a ser más legítimo mi agravio? ¿Porque es el mío? Demasiado a menudo desaprovecho la oportunidad de ver en quien me daña o me ofende un espejo de mi potencial violento. Y ahí empieza la vieja y dolorosa verdad de la deshumanización, tan antigua como nuestra historia: la incapacidad para reconocer algo de mí en el otro, y más en concreto en el otro que no me gusta, que me hiere o me molesta.
Deslegitimar la amabilidad, el cuidado y la paciencia en nuestras prácticas revolucionarias es un error. Infantilizar el gesto amable, denostar la comprensión —que requiere unos tiempos y una cocción más lenta— es una trampa de las narrativas heteropatriarcales y del capitalismo en el que estamos cayendo desde los feminismos. La dureza, la represión, el linchamiento y el castigo nos atraen porque ha sido el lenguaje del poder. La ira y la rabia no son útiles, eficaces, ni productivas: simplemente nos resultan familiares por ser los códigos que han vehiculado el mundo desde principios de los tiempos.
La amabilidad, por el contrario, exige una madurez que, ante el agravio, no se precipita a demonizar ni a contraatacar. La amabilidad es dúctil, flexible. Como comprende, se adapta. La amabilidad es blanda, sí. Porque la amabilidad es del campo semántico de la ternura y la vulnerabilidad. Lo único y más profundo que tenemos en común.
Referencias:
Este texto se ha escrito inspirado a raíz de encuentros, lecturas o conversaciones con referentes para mí como Lama Norbu, Shantideva, Dilgo Khyentse Rinpoche, Jigme Khyentse, bell hooks, Judith Butler y Marina Garcés. Además de las conversaciones con compañerxs feministas.
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