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Foto del escritorCasa Virupa

Dejar que el aire nos respire: el misterio de la relajación en el desarrollo espiritual

Actualizado: 10 abr 2022

Recuerdo perfectamente la primera instrucción que recibí respecto a la necesidad de relajarse antes de emprender, pensar, abordar, cualquier cosa que valiera el esfuerzo. Pocos meses después de toparme con el budismo, un día, de forma desordenada y abstracta lo sometí a una incesante alud de preguntas críticas sobre esta tradición, lo compararé con las preocupaciones de la filosofía occidental contemporánea y, sobre todo, lo enfrenté con las exigencias sociales de un mundo roto. Y al acabar, reté al practicante budista más honesto que he conocido hasta la fecha con un ansioso “¿Y, entonces qué? ¿Qué propone, el budismo?” Y él, con una sonrisa ligeramente burlona, delante de la verja de su casa y justo antes de dejarme paso, me dijo: “Entonces, relájate.”


Ese mismo budista se acabaría convirtiendo con el tiempo en mi maestro espiritual. Pero en esa ocasión, no consideré que eso fuera un consejo, ni una instrucción, ni siquiera una buena idea. Por supuesto, su respuesta no me satisfizo. ¿Cómo iba a satisfacer a una mente envalentonada, enredada en sus propios argumentos, excitada por el reto de la discusión? Justamente, me había dado el antídoto para ese problema, aunque yo no lo concebía como tal, así que tardé todavía un tiempo en darme cuenta que eso era una instrucción de práctica. Y muy útil.


La agitación no se trata de una particularidad exclusiva de mi mente. Desafortunadamente, este no es mal de pocos. Tanto es así que no hace falta ni consolarnos, ya que el problema nos pasa desapercibido. Uno de los escenarios más seguros para que esa revelación se dé es el cojín de meditación.


Que nuestra novia medite, que el mindfulness complete el atractivo de nuestro personaje social ligeramente alternativo, que la ansiedad que nos provoca el jefe nos condene al insomnio…, cualquier motivo es válido para impulsarnos a empezar a meditar, porque finalmente entraremos en contacto con nuestra mente y, así, nos podremos dar cuenta de la necesidad de relajarnos. Veamos qué nos cuenta Allan Wallace, practicante consolidado en calma mental, estudioso y divulgador de la técnica de shamatha (calma mental o mindfulness), respecto al ejercicio de relajarse.


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¿Quieres más lucidez? ¡Relájate!


Pues sí, la lucidez tiene como prerrequisito la relajación. Eso nos cuenta Wallace, que nos presenta y hace muy directamente accesibles las enseñanzas de los practicantes clásicos de samatha, referentes del budismo tibetano, como lo es Kamalashila. Para dar algunas pinceladas, nos explica que la primera cualidad de una mente lúcida es, justamente, que esté relajada. Es sobre esa base que podemos desarrollar estabilidad y, finalmente, una comprensión penetrante.

Para hacer hincapié en este fundamento, Wallace insiste en diferentes publicaciones que la meditación, la herramienta paradigmática para ganar lucidez en cualquier ámbito de nuestra vida, pretende madurar una “concentración relajada”. “Concentración relajada”: un auténtico misterio, si no una paradoja, para la mayoría de nosotras, que, o bien fruncimos el ceño, o bien estamos ociosamente distraídas. Sobre todo, tenemos que descartar un estado tenso así que, por contraste, explica:


“Aunque en la práctica de samatha estamos desarrollando concentración, no se logra por la fuerza sino mediante una profunda relajación. No es la estresante ni finalmente agotadora concentración de un piloto de combate, quién, después de horas de maniobras extremadamente complejas, hábiles y exigentes, necesita al menos veinticuatro horas de descanso para recuperarse.”


Así pues, Wallace insiste que lo que estamos buscando es una concentración que no sea “forzada, tensa o dirigida, sino algo que permita que la conciencia descanse en el campo de las sensaciones táctiles, en el ritmo de la inspiración y la espiración”. Evidentemente, la relajación consiste en descansar en el presente y para ello utilizamos su mejor soporte: el cuerpo. En este caso, el énfasis no lo pondremos en las técnicas concretas para relajarnos - que no vamos a reproducir - sino en entender mejor la misión que persiguen: el gesto de descansar.


Una lección fascinante: el esfuerzo de no esforzarse


Creo que a todas las que nos esmeramos en calmar nuestra mente a diario nos puede parecer sorprendente que Allan Wallace relacione la mente discursiva justamente con un esfuerzo: el esfuerzo de rememorar, imaginar, propulsarse hacia otra parte, y de distraerse. ¿Distraerse como esfuerzo? Es, hasta cierto punto, contraintuitivo, dado que normalmente sentimos que la mente se ve pasivamente arrastrada por el discurso, las emociones, los deseos, y demás. Pero este ángulo nos puede ser muy útil para abrazar la meditación y su gran aliada, la relajación, de forma más amable, destacando la oportunidad de descanso que nos brinda, entendiéndola, en palabras de Wallace, como “un gesto de alivio y liberación.”


De ahí sacamos la primera gran lección que hacemos como practicantes de la relajación: la del esfuerzo de no esforzarnos o, mejor, de no poner nada en marcha. Y así nos vemos obligadas a revalorar uno de los conceptos, maneras de estar y de ser, más denostadas en nuestra cultura: la pasividad.


En este sentido, recuerdo una instrucción muy útil en el contexto de un retiro. En medio de varias sesiones de meditación en calma mental seguidas, Lama Norbu, maestro residente de Casa Virupa, nos indicó que dejáramos que el aire “nos respirara”, siendo testigos de un proceso que no teníamos que promover activamente, sino sencillamente observar. Wallace nos ofrece la misma instrucción formulada de forma ligeramente distinta: “No succiones el aire, relájate al inspirar, obsérvalo de forma pasiva, como si el cuerpo “fuera respirado”.”. Estas directrices prácticas reman hacia la misma dirección: invitar a la practicante en cuestión a descansar pasivamente en la experiencia, en tomar como disciplina el hecho de dejar de controlar, dirigir, manipular o forzar lo que sea que esté ocurriendo.


La reconciliación con una actitud pasiva tiene un profundo calado. Por un lado, no es difícil entrever los beneficios de dejar de condicionar nuestro bienestar y tranquilidad al gesto de controlar, dominar, poseer y confrontar la experiencia, emociones y personas que nos encontremos. Pero, por otro lado, ese aparente descanso conlleva sus propios desafíos. Haciéndose eco de ellos, Wallace se pregunta:


“¿podemos prestar mucha atención a algo sin sentir la necesidad casi irreprimible de controlarlo? ¿Está esto relacionado con nuestra necesidad de controlar otras áreas de nuestra vida?”


Como no podría ser de otra manera, la meditación hace de espejo de una dinámica mental muy habitual, una actividad malentendida que bloquea nuestra capacidad de relajarnos bombardeándonos con proyecciones, pensamientos, emociones que perseguir o evitar y, en cualquier caso, controlar. Esa actitud mental tan arraigada incluso puede relacionarse con nuestra capacidad u obstáculos para con una verdadera benevolencia: el sincero interés por algo o alguien sin aprisionarlo. Pero, dejando de lado esta reflexión, este ansia de control va de la mano de otra gran tendencia especialmente común en nuestros tiempos de velocidad e instantaneidad: la impaciencia ante los frutos o la exigencia de resultados inmediatos de cada una de nuestras “inversiones”. Esta dinámica nos ciega ante los procesos y tiempos de todo lo que tiene que madurar, de todos los aprendizajes profundos que realmente nos pueden transformar y traer alegría y serenidad a largo plazo, porque nos hace analfabetas ante todo lo que requiere paciencia, ternura, constancia y cuidado. Y nuestra mente está entre esas cosas.



Evidente, pero no tanto: un punto de partida


Hasta ahora, hemos hablado de hacer espacio a cierta reconciliación, descanso, a generar la sensación de que se está bien donde se está, sin necesidad de estar forzando el entorno, acumulando experiencias o persiguiendo metas. Pero este mensaje requiere alguna aclaración.


Recuperaré la advertencia que nos hacía Lama Norbu a las estudiantes de un grupo de estudios. Disfrutando de los versos de la obra más conocida del maestro indio Shantideva, nos topamos con unas estrofas en las cuales se hace hincapié en la virtud de la paciencia, que reúne - y excede - mucho de lo que hemos estado comentando. La relajación consiste en sostener nuestro estado mental sin querer cambiar nada sino darnos un respiro, poder encontrar un punto de refugio y de descanso en nuestra experiencia física presente, disfrutar de la conciencia de la relajación deliberada que refresca nuestro cuerpo y nuestra mente. La paciencia riza el rizo sosteniendo las adversidades y complicaciones tanto de nuestra situación como de nuestro estado interno sin reaccionar; por lo tanto, con una disciplinada pasividad. Sin embargo, Lama Norbu nos advertía que ese gesto se aplica cuando ya estamos comprometidas con el camino espiritual, cuando hemos reconocido honestamente aquellos hábitos que queremos cambiar para beneficiarnos a nosotras y a las demás y cuando, por supuesto, hemos tenido suficiente coraje para escoger condiciones externas - trabajo, amistades, etc - que nos permitan ahondar en nuestra práctica de transformación. Es sobre ese coraje y determinación que recurrimos a la virtud de la paciencia, pues por comprometidas que estemos con la práctica, los cambios no se van a producir de un día para otro y, para no frustrarnos, necesitamos observar, pasiva y confiadamente, los procesos que vamos atravesando. Si, equivocadamente, invocamos este compromiso con la pasividad, el descanso y el contentamiento antes de tiempo, podemos caer en acomodarnos en las dinámicas de siempre: en las fricciones con la pareja que hacen que vayamos menos de lo que querríamos a nuestro centro de Dharma; en la incomodidad de la incoherencia de tus prioridades y tus aspiraciones…, sin cambiar nada. Por supuesto, todo eso nos tiene que incomodar, ¡tiene que despertarnos! Y, una vez hemos puesto algo en marcha, hemos plantado y cultivado un campo, entonces tiene todo el sentido del mundo acompañar ese crecimiento con una actitud relajada y constante.


Así pues, todas esas recomendaciones se pueden hacer tranquilamente a quien ya está comprometida con un camino de desarrollo espiritual o personal; es decir, con alguien que ya sabe que hay algo interno que no funciona y que ha decidido ponerse manos a la obra. Pero para remediar nuestro apego, nuestra irritación, nuestra indiferencia…, el primer antídoto pasa por dejar de problematizar más y más, dejar de enredarnos en nuestros hábitos mentales: debemos relajarnos, volver al cuerpo, y simplificar nuestra experiencia.


La relajación es, en definitiva, un punto de partida; para nada es un punto de llegada. Eso puede tranquilizar a las que sean ambiciosas respecto al camino espiritual o, sin ir más lejos, a cualquiera suficientemente cuerda como para no caer en la ingenuidad de creer que espirando profundamente se desvanece toda nuestra torpeza, toda nuestra avaricia, todos nuestros celos o toda nuestra amnesia de la muerte. Porque, seamos realistas: ¿qué servicio queremos hacer, qué marca de la existencia pretendemos comprender, qué transformación integral aspiramos lograr, con una mente abarrotada, divagante y ansiosa? Relajarse se convierte en la primera de las disciplinas, en la más sensata de las apuestas, que despeja el campo de nuestra mente para que podamos trabajar con ella y recoger sus frutos.



Bibliografía consultada:


  • Wallace, Alan (2018). Los cuatro pensamientos inconmensurables. Prácticas para abrir el corazón. Editorial Eleftheria. Sitges.

  • Wallace, Alan (2018). Soñar que estás despierto. El sueño lúcido y el yoga tibetano de los sueños para la visión y la transformación. Ediciones Dharma. Alicante.





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