Hace apenas una semana terminó el retiro de samatha y de enseñanzas sobre upaya de primavera, el intensivo de práctica y estudio que hacemos cada año aprovechando las vacaciones de semana santa. Una vez más, Casa Virupa ha hecho gala de ser un espacio óptimo al servicio de nuestras pequeñas experiencias de algo más de espacio, algo más de claridad y algo más de amabilidad. En cualquier caso, se puede compartir poco, de un retiro. Y, además, tampoco es éste nuestro objetivo. En cambio, quisiéramos hacer algo menos ambicioso: hablaros de las plantas del huerto y de lo que nos enseñan sobre la práctica.
Usar la metáfora del trabajo en el campo para hablar del cultivo mental no es para nada original. Incluso nos atreveríamos a decir que es una de las imágenes más comunes que nos regala nuestra tradición, con todo su arsenal didáctico. No es de extrañar por su contexto de aparición: una sociedad básicamente rural que ha plagado los textos del canon pali de referencias a campesinos, pastores de búfalos y artesanos, aparte de las menciones más esperables a renunciantes y ascetas. Tanto es así que explicar una de las enseñanzas centrales del budismo, el karma, a través del símil de la siembra y la cosecha, no sorprende a nadie. Ni siquiera nos damos cuenta de que se esté utilizando una metáfora, sino que nos parece que el karma se explica así: recogemos lo que plantamos, y el sufrimiento o la liberación son el fruto de nuestras acciones. Leemos en el Dhammapala:
Puedes conocer que la acción que has realizado
no es buena cuando ella es causa de remordimiento
y cuyo fruto produce lágrimas
de dolor.
A su vez, se conoce que la acción realizada
es buena cuando uno no se arrepiente
después de haberla hecho y cuyo fruto es la
felicidad y la paz de la mente.
La mala acción aparenta ser una verdadera
miel mientras el mal que habita en ella aún
no ha madurado; pero, en cuanto produce sus
amargos frutos, el dolor comienza.
Sin ninguna pretensión de ser originales, retomamos este símil una vez más. En esta ocasión, para pensar los dos gestos que, a menudo, explican lo que debe aplicar una practicante para madurar: visión y método.
Cuando llegamos al huerto en silencio, Eli nos dijo, con una serenidad irrecusable: “Estas plantas de aquí son habas. Todo lo que no sea esto, arrancadlo y dejadlo en el mismo lugar donde lo habéis encontrado”. Y aquí comienza el karmayoga, con una significación simbólica riquísima. Esta sencilla instrucción consistía en distinguir entre las buenas y las malas hierbas. Llevándola al entreno mental, el mismo gesto define la capacidad de discernimiento, que sabe diferenciar lo que nos interesa potenciar y lo que, por provocar más sufrimiento y confusión en una misma y en el resto, queremos que merme. Por eso mismo, le leemos al Buda:
La mala hierba es una plaga para los
campos, al igual que el odio es una
plaga para el ser humano. Por eso, la ofrenda
que se hace a aquellos que se han liberado del
odio rinde abundantes y benéficos frutos.
En las típicas fórmulas repetitivas que conforman todos los sutras, un recurso tan propio de las tradiciones orales, el Buda aplica la misma comparación de las malas hierbas a otras aflicciones además de la aversión, como el deseo o el engaño. Más allá de esta cita, nos interesa observar la capacidad de discernimiento desde una experiencia tan básica como distinguir la planta sembrada de una maleza, para diferenciar lo que nos conviene de lo que no; lo que el budismo llama también “sabiduría relativa” (sherab en tibetano). En nuestra tradición occidental, esta habilidad ha recibido otros nombres, como “criterio” (en el filósofo Jaume Balmes) o “juicio” (en la tercera Crítica de Immanuel Kant). A pesar de que los pensamientos a los que hacemos referencia se alejan en muchos aspectos del Dharma, comparten una apreciación especial de una habilidad tan rara, mucho más valiosa que la aplicación matemática de un modelo ideal a la realidad. El criterio, el juicio o la sabiduría relativa son, en cambio, altamente sensibles a las circunstancias, son lo que verdaderamente nos orienta en nuestras vidas, porque lo que nos conviene ahora quizá no sea lo que nos convenga dentro de un tiempo; así como las ortigas suelen ser malas hierbas, pero bien que las cosecharé si quiero hacer una sopa deliciosa en homenaje a Milarepa.
A medida que esta sabiduría madura, no se limitará a desestimar unas plantas y cuidar otras, sino que será capaz de reconocer el potencial en toda hierba. Pero no para comerlas todas: también las que arrancábamos y dejábamos allí mismo desempeñarían una función benéfica para aquellas que crecerían con mayor fuerza. Del mismo modo, el trabajo con las tendencias más arraigadas implica saber manejarlas, nos enseña a reconocerlas, a no abandonar el campo cuando aparecen, a hacernos más humildes respecto a lo que somos, a valorar los frutos virtuosos por contraste con aquellos menos deseables… Tanto es así que, a medida que mejora nuestro paladar de practicantes, al ver una mala hierba, veremos directamente el fruto del entreno, veremos la oportunidad de transformación y el refuerzo de la virtud. He aquí una idea muy propia del budismo, especialmente del budismo vajrayana, que se construye sobre la aspiración, la certeza y la práctica de incluir toda la experiencia en el camino, de modo que nada sea un obstáculo para el despertar. La vía del tantra se consagra a hacernos entender que nuestra situación presente no está muy lejos de una experiencia liberada, sino que es su condición. Así nos lo explica uno de sus representantes que más apreciamos, Chögyam Trungpa Rinpoche. En sus palabras, “sin respetar el samsara, el mundo de la confusión, uno probablemente no podrá descubrir el estado despierto de la mente, el nirvana. Porque el samara es la entrada, es el vehículo para llegar al nirvana”. Y, en la mayor parte de un capítulo sin desperdicio que se llama, justamente, “El abono de la experiencia y el campo de la bodhi”, Trungpa Rinpoche despliega esta idea central con la misma imagen que nos ocupa:
dice el Buda, los inexpertos separarán lo limpio de lo sucio y tratarán de tirar el samsara y de buscar el nirvana, pero los bodhisattvas expertos no tirarán el deseo y las pasiones y todo lo demás, sino que primero lo juntarán todo. Es decir, primero habría que reconocer y admitir todo eso, estudiarlo y llevarlo a la realización [...] es la única manera de empezar. Después las esparcirá [todas esas cosas negativas] por el campo de la bodhi [...] los esparcirá utilizándolos como abono. A partir de esas cosas sucias se origina el nacimiento de la semilla que es la realización.
Pero quizá lo más revelador para personas con una tendencia a sobreintelectualizar, a apreciar las metáforas y astucias retóricas del Dharma, pero con menos inclinación a aplicarlo, a coger el arado y hundirlo en una mente salvaje, es el papel indispensable del método.
Volviendo al huerto, una ya había empezado a trabajar, ya había romantizado la tarea de tocar la tierra, ya la había saturado de símiles dhármicos, ya se había dado cuenta de que aquello también era una distracción y había vuelto varias veces a las plantas minúsculas que se reunían bajo la manguera del riego y alrededor de los tallos de las plantas sembradas, y las seguía arrancando con las uñas cada vez más negras de tierra húmeda. Entonces, se presentaron el aburrimiento, el cansancio y la pereza. Con entender la instrucción no era suficiente: había llegado la hora del método.
¿Y qué significa el método? Hacer, aplicar, concretar, comprometerse, volver al objeto de atención, perseverar, mantenerse, afianzar, consolidar, sostener, cumplir, guardar, repetir… Podríamos seguir, pero seguramente ya nos hemos hecho una idea. No en vano, el primer obstáculo del entreno mental es la pereza, y el primer antídoto, hacer. Hacer pese a la pereza. Hacer contra la pereza. Hacer por encima de la pereza. Hacer independientemente de la pereza. Y, finalmente, hacer con gozo, sin pereza, porque, con suficiente paciencia - que evidentemente forma parte del método-, podremos degustar los frutos que maduran un tiempo después de la siembra, o un tiempo después de haber limpiado el campo.
Es imperativo alabar el papel del método, y más aún en un texto donde se teoriza sobre el Dharma. Sin embargo, la experiencia en el huerto nos enseñaba también que sólo aplicar el método cojea. Así que una escogía enfocarse en arrancar hierbas sin atender a las tentaciones del fantaseo y la literatura, con esa energía algo dura que surge de querer ganar terreno a las resistencias, la tarea se volvía mecánica, el ánimo se resecaba y la atención se derrumbaba en un automatismo obstinado que había perdido de vista que el gesto iba, por encima de todo, de entrenar una atención equilibrada y gozosa.
Ya que hemos establecido puentes con la filosofía de aquí, recurriremos a una imagen clásica del pensamiento occidental para expresar en otras palabras uno de los hallazgos más bellos del Dharma. Immanuel Kant, por extrema que fuera la abstracción de su filosofía trascendental, identificó muy bien la relación interdependiente entre los conceptos y experiencias a las que hacían referencia. Y, con él, decimos de nuevo que el método sin visión es ciego: una terquedad que todo lo arranca, que pierde la frescura y la sensibilidad propias de un criterio despierto, que consume el entusiasmo. Y, asimismo, el discernimiento sin método está vacío: palabrería, retórica sofisticada, lo peor de la filosofía que da la espalda a la vida.
Por muchos años más, pues, de sabio contacto con la tierra y de cultivo enérgico de nuestras mentes para que todo el mundo pueda degustar los frutos del Dharma.
Bibliografía:
Buda Shakyamuni (2022). Dhammapala. Buenos Aires: Hastinapura.
Trungpa Rinpoche, Chögyam (2012). Meditación en la acción. Barcelona: Kairós.
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